RDÉ DIGITAL, SANTO DOMINGO.- La crisis energética que afecta a la República Dominicana en los últimos meses no es un tema nuevo, pero su agudización ha puesto en evidencia la vulnerabilidad de un sistema eléctrico que no solo necesita mejoras estructurales, sino una revisión profunda de las políticas públicas en torno a la gestión de recursos energéticos. Los apagones prolongados, las pérdidas millonarias y la incapacidad de satisfacer las demandas básicas de los ciudadanos están comenzando a pasar factura, tanto en el ámbito económico como en el social. Ante esta situación, es hora de que reflexionemos sobre las verdaderas causas de esta crisis y lo que está en juego.
El impacto de los apagones se extiende mucho más allá de los cortes en el suministro de energía. Los hogares afectados se ven obligados a afrontar situaciones insostenibles de calor, inseguridad y, lo que es peor, pérdidas económicas. Comerciantes, empresarios y productores se encuentran atrapados entre la espada y la pared, pues sus actividades dependen de la electricidad, un bien que, lamentablemente, no está siendo proporcionado de forma constante ni eficiente.
La incertidumbre sobre la estabilidad del servicio eléctrico se ve reflejada en el creciente malestar social. Las protestas en barrios como Los Alcarrizos, El Seibo y Samaná se han intensificado debido a la desesperación de los ciudadanos, que ya no solo exigen respuestas inmediatas, sino también una solución estructural. Es evidente que el sistema eléctrico está colapsando, y lo que debería ser un bien básico ha pasado a ser un lujo al que pocos tienen acceso de manera constante. En muchos sectores del país, los apagones son un recordatorio diario de lo que significa vivir en la ineficiencia, donde la falta de inversión y el pésimo manejo de los recursos han convertido el servicio eléctrico en una fuente de estrés más que de bienestar.
Además, las estadísticas no mienten: más de 66,000 hogares se encuentran sin acceso regular al servicio eléctrico, y las pérdidas acumuladas en el sector ya superan los 92,000 millones de pesos, una cifra que refleja el costo social y económico de esta crisis. Sin embargo, más allá de las cifras, está la pregunta que debe hacer la ciudadanía: ¿por qué hemos llegado a este punto?
El gobierno, por su parte, ha señalado que están en marcha negociaciones con los actores involucrados y que existe espacio para encontrar soluciones. Sin embargo, es difícil no cuestionar cuán efectivas serán estas medidas si la gestión anterior dejó en evidencia un desajuste entre las promesas y la acción. En un país que depende enormemente de su sector manufacturero y comercial, donde la electricidad es un componente esencial para la productividad, cualquier crisis energética afecta a toda la economía. El comercio, los servicios y la manufactura, que representan una parte significativa del Producto Interno Bruto (PIB) dominicano, se ven obligados a operar bajo circunstancias cada vez más precarias.
Las protestas son una manifestación legítima del hartazgo de un pueblo que, más allá de los discursos, solo ve como solución a este caos una mejora real y tangible en sus condiciones de vida. No se trata solo de una cuestión de “improvisación” gubernamental; es una cuestión de voluntad política para priorizar el bienestar de los ciudadanos sobre los intereses económicos o privados de un sector energético fragmentado y desorganizado. No basta con solucionar los apagones de manera temporal o con promesas de que en el futuro se hará algo para mejorar la infraestructura; lo que se necesita es una política energética que no dependa de los vaivenes políticos, sino de un consenso real sobre las necesidades a largo plazo.
En este contexto, la reflexión es clara: la crisis energética debe ser vista como una oportunidad para reestructurar el sector y no como una excusa para seguir hundidos en el caos. Es momento de que el gobierno, las empresas y la sociedad civil trabajen de la mano para establecer un sistema energético sostenible, equitativo y eficiente. La transformación del sector energético debe ser una prioridad para garantizar un futuro donde todos los ciudadanos tengan acceso a un servicio básico tan indispensable como la electricidad.
El país no puede permitirse seguir arrastrando los pies en este tema. La inacción y la falta de decisiones audaces solo continuarán agrandando la brecha entre las promesas de progreso y la realidad de un país sumido en el apagón.