RDÉ DIGITAL, SANTO DOMINGO.- Fue aquella tarde, nadie me lo contó; yo estaba ahí, mejor dicho, estuve ahí. Y de pronto vi los cristales de las ventanas romperse en mil pedazos y no imaginé que los árboles y hojas de zinc que minutos antes había visto lejos, volando como papel, llegarían hasta mí; bueno, muy cerca de la segunda planta de donde estaba contemplando el panorama.
Y luego escuché la voz de mi madre, mientras bajaba las escaleras a mil pasos por segundos ¿Dónde estás? Y ya, hecha nervios, con sollozos, le conté lo visto. Me desplomé, y minutos después desperté en una improvisada emergencia de la entonces Secretaría de Salud Pública a donde mi fenecido padre trasladó a toda la familia para protegernos del horrible fenómeno que se aproximaba desafiante, con fuertes vientos y abundante lluvia a destruir todo a su paso.
¡El huracán David, ya entró! Escuché a alguien repetirlo mil veces cerca de mí. Mi madre estaba conmigo, y como que tampoco estaba, pues debía estar pendiente también de mis hermanitos menores que estaban arrinconados en una de las oficinas de la primera planta de tan enorme edificación.
Mis dos hermanos mayores acompañaban a nuestro padre en el servicio de “salvar vidas” de gente que se negaba a abandonar sus pocas pertenencias y sus frágiles guaridas que, al primer contacto de los vientos, quedarían totalmente a la intemperie, en medio de las ramas, tendido eléctrico, hojas de zinc, basura y las cosas que menos podría alguien imaginar arrancadas por el enorme David.
Y vi niños llorar, ancianos llorar y jóvenes llorar. Era como si a pesar de estar protegidos por tan bien construida estructura de paredes de concreto, mármol, madera y otros materiales de alta calidad, la gente sentía que se moriría. Como que nos íbamos con los vientos.
Y volví a ver la esencia de la solidaridad, de la hermandad: de ver a mi madre compartir café en las mañanas con los vecinos, a verla extender los brazos con pedazos de pan a los más necesitados de cuantos nos encontrábamos allí. Nuestro padre, gran proveedor de la familia, nos proveyó de pan, salami, casabe, quesos y suficiente agua. Y a medida que llegaban personas de menores recursos que nosotros, mi madre les compartía de lo que teníamos. Y así pasamos aquella noche del huracán en medio de velas y lámparas de gas y, al pasar las horas, los gritos de los niños se escuchaban menos. Y los murmullos del viento, ya casi se alejaban. Se fueron con la claridad del día y luego nos acompañó la lluvia.
Casi no dormí, pues debía estar pendiente de los hermanitos más pequeños junto a mi madre. Mis hermanos y mi padre no querían terminar la labor de “salvar vidas”, pero los vientos y los peligros podían acabar con las vidas de ellos. Aun así, mi padre se mantenía como “guardián” de tanta gente que fueron llevados hasta allí contra su voluntad. En el momento pensé que ni ellos mismos sabían por qué fueron sacados de sus casas, y no debían saberlo, el objetivo era que no perecieran porque hombres, entre los que se encontraba mi padre, no se lo perdonarían. Además, fue un llamado del entonces presidente Antonio Guzmán Fernández, “proteger las vidas de los dominicanos” en tan crucial momento.
Era una adolescente entonces, creo que, a pesar de mis años, sigo viviendo una adolescencia adulta, si es que los psicólogos y especialistas de la conducta humana pueden entender lo que trato de decir, como trato de definirme.
El huracán David cumple hoy 45 años de su paso por la República Dominicana como categoría 5 en la escala de Saffir-Simpson.
Según consta en la historia, el fenómeno entró al país entre San Cristóbal y Peravia cerca del mediodía de ese viernes 31 de agosto de 1979.
Causó grandes daños a la agricultura, edificaciones, casas, carreteras, avenidas y calles. De los puentes y caminos vecinales ni hablar. Fue una destrucción casi total del país.
Se contaron cerca de dos mil personas muertas, decenas de desaparecidas y casi un millón sin hogares en ciudades como San Cristóbal, Baní, Azua, el Distrito Nacional, San Pedro de Macorís, Higüey, La Romana, El Seibo y Monte Plata, entre otras provincias.
Pese a tanta destrucción, el servicio eléctrico fue restablecido casi de inmediato en muchos sectores capitalinos. No hubo escasez de comida ni de víveres ni vegetales. Las autoridades de entonces fueron eficientes para esa época: una diferencia del cielo a la tierra comparada con tanta modernidad de estos tiempos.
Era el primer año del “Cambio” como decía el estribillo de campaña que promovía al presidente don Antonio Guzmán Fernández que, al azote del huracán David, contaba con un año de asumir el poder y de llenar de esperanza a un pueblo dominicano que propugnaba por el final de aquellos terribles “12 años de gobierno de Joaquín Balaguer”.