RDÉ DIGITAL, SANTO DOMINGO.- En los últimos cuatro años, el Estado dominicano ha intensificado la persecución del patrimonio ilícito vinculado a la corrupción, el narcotráfico y el lavado de activos. Según cifras oficiales, entre 2020 y agosto de 2024, fueron incautados bienes valorados en más de RD$3,242 millones y US$1.4 millones. Se trata de propiedades que, en su mayoría, pertenecían a exfuncionarios, empresarios y figuras del crimen organizado. Pero más allá del volumen de lo recuperado, surge una pregunta inevitable: ¿a dónde va realmente todo ese dinero?
El detalle de los bienes es extenso.
Más de mil inmuebles, tres mil vehículos, decenas de embarcaciones y aeronaves, además de terrenos, proyectos agroindustriales y locales comerciales. Muchos de ellos, según las autoridades, ya han sido entregados al Instituto Nacional de Custodia y Administración de Bienes Incautados (Incabide), órgano encargado de su manejo. No obstante, poco se conoce sobre la transparencia y trazabilidad posterior de estos recursos.
Casos como la operación Calamar, que involucra a antiguos altos funcionarios, así como las investigaciones contra narcotraficantes como César Emilio Peralta o Quirino Paulino Castillo, han permitido la recuperación de activos considerables. Sin embargo, los detalles sobre el uso final de esos bienes, su integración efectiva al presupuesto público o su destino en programas sociales concretos, continúan siendo opacos para la mayoría de los ciudadanos.
Ley 60-23
Desde la promulgación de la Ley 60-23, en 2023, el Estado estableció un marco legal para la administración de estos bienes, permitiendo su uso provisional, arrendamiento, venta o conservación en función de criterios judiciales. La ley también contempla que los fondos recaudados deben ingresar a la Cuenta Única del Tesoro y destinarse a áreas prioritarias como salud, educación, seguridad y programas contra la pobreza. Sin embargo, hasta ahora no existe un informe público consolidado que permita verificar si esos fines se están cumpliendo.
En la práctica, los bienes decomisados suelen quedar atrapados en procesos burocráticos o sin uso claro. No hay una plataforma pública que permita a la ciudadanía rastrear el destino de una finca incautada, un edificio decomisado o un automóvil de lujo confiscado. Y aunque Incabide, como órgano autónomo, cuenta con un consejo directivo conformado por distintas entidades estatales, la fiscalización externa sigue siendo limitada.
Esto plantea un dilema de fondo:
¿Está el Estado verdaderamente preparado para administrar el patrimonio ilícito que recupera? ¿O estamos simplemente sustituyendo una forma de opacidad por otra? La incautación de bienes no puede convertirse en un fin en sí mismo, ni mucho menos en un instrumento simbólico para legitimar políticas de mano dura sin resultados sostenibles.
El esfuerzo por combatir la corrupción es valioso y necesario. Pero la ciudadanía merece conocer con precisión cómo se están gestionando estos activos recuperados. ¿Se están alquilando al sector privado? ¿Han sido subastados? ¿Están produciendo beneficios sociales? ¿O simplemente están almacenados, deteriorándose, mientras el país lidia con déficits en servicios públicos?
Más allá de las cifras y los operativos, lo que está en juego es la credibilidad institucional. En una sociedad que ha sufrido los efectos de la impunidad, la gestión de los bienes incautados debería ser un ejemplo de transparencia. De no ser así, el riesgo es que esos millones recuperados pasen de una estructura ilegal a otra forma de poder igual de inalcanzable para el ciudadano común.